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Argentina :: 30/08/2021

Evita, el exceso imperdonable

Sandra Russo
El 22 de agosto se cumplieron 70 años del día en el que ella decidió renunciar a los honores pero no a la lucha, todavía guardando en secreto su enfermedad

Hay un dato que hace de marco a una gran historia: la mortalidad infantil pasó de 90 por 1000 en 1943, a 56 por 1000 en 1955 [Italia registraba 60 por 1000 en esa época, https://www.unicef-irc.org/publications/pdf/eps2_spa.pdf]. La gran historia se ubica entre esos años, como un período en el que confluyeron multitudes en la experiencia de uno de los primeros Estados de Bienestar conocidos en este lado del mundo.

El desarrollo social se expandía bajo el ala de Perón, con Ramón Carrillo y la Fundación Eva Perón trabajando coordinadamente, amparando a niños y niñas, a ancianos y ancianas, a mujeres solas y mujeres trabajadoras, a huérfanos y estudiantes. Y en el centro estaba ella, cuyo ardor y afán reparador hizo brotar en un puñado de años cientos de Hogares Escuela, Albergues, Hospitales, colonias de vacaciones.

El 22 de agosto se cumplieron 70 años del día en el que ella decidió renunciar a los honores pero no a la lucha, y después de decirlo a la multitud, todavía guardando en secreto su enfermedad, recostó su cabeza en el hombro de su compañero, y sollozó. Nueve días después lo confirmaría por cadena nacional. Como con el presentimiento de un destino trágico que le daría poco tiempo, había trabajado a destajo y con el fanatismo que ella reivindicaba.

Así, fanática, irreverente, grosera y sin clase la habían mirado las damas de la Sociedad de Beneficencia que la visitaron al principio, en esa escena que incluyen todas las películas que hemos visto sobre ella: sobre esa escena es posible imprimir la parábola del Génesis sobre la que tantos autores han trabajado para dar cuenta de los dos modos distintos de ver al otro: la respuesta de Caín a Dios cuando le preguntó por Abel. “No sé. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”.

En esa escena, cuando Evita les dijo a las señoras que hacían galas destinadas a los pobres que los pobres ya no las necesitaban porque tenían al Estado, les estaba diciendo que ella, en nombre del Estado, era la guardiana de sus hermanos y hermanas. Y su Fundación fue el instrumento para desparramar por todo el país, aceleradamente y sólo en una de sus otras responsabilidades, los Hogares para niños que después del golpe, cuando fueron inmediatamente desmantelados, le hicieron decir a Marta Ezcurra, la encargada del borramiento total de aquella experiencia de bienestar infantil, que el trato a los niños y niñas era “excesivo”.

Los niños de los hogares eran provistos de ropa nueva y hecha a medida cada seis meses, y en las alacenas de cada uno de ellos Ezcurra inventariaba vajilla de porcelana y cristalería checa, menúes que incluían carne varias veces por semana, juguetes a granel y todo lo necesario para ese “plus” que a la oligarquía le parecía imperdonable; el odio brotó todavía más al tener el detalle de cómo vivían los huérfanos, porque ese exceso siempre fue el tabú: a los pobres estaba bien darles retazos de lo que ya no servía, o lo estrictamente necesario para la supervivencia. Evita sin embargo dejó ese legado inmaterial que sobrevivió a la feroz destrucción de su obra: su anhelo era dar siempre un poco más.

Todo fue destruido: los colchones y las frazadas fueron quemadas en los patios de los Hogares, delante de los chicos. La cristalería y la vajilla fueron arrojadas al río. La misión era borrarlo todo, hacer de cuenta que eso jamás había ocurrido.

El legado inmaterial, sin embargo, quedó grabado a fuego en la memoria colectiva. La experiencia de la felicidad popular, el Estado yendo ya no a la estadística sino a los cuerpos concretos de varias generaciones que por primera vez gozaron del privilegio de ser los primeros. Evita lo pensó y lo hizo así, con una desmesura proporcional a la injusticia, con ese deseo ciclópeo de reparación del dolor, con esa terquedad que se le hizo pagar incluso después de muerta. Tal era su poder: ella significaba la posibilidad de la alegría que no se contentaba con lo necesario y se abría a más, a darles más, a que la riqueza, instrumentada a través del Estado, derramara por una vez entre los de abajo.

De “damas” como aquellas, emparentadas con los que pocos años después dejaron caer bombas sobre civiles que cruzaban la Plaza de Mayo, proviene el linaje de los que hasta hace muy poco declaraban con mirada vidriosa que el peronismo en su versión reciente (2003-2015) había “engañado” al pueblo haciéndole creer que trabajadores formales o informales “tenían derecho” a comer lomo, o a comprarse un celular o zapatillas de marca, o a irse de vacaciones.

No es que llegó a lograrlo, faltaba. Pero la demanda no era declarada ilegítima, como hace la derecha en cualquier época. Aquellas “damas”, aquella Ezcurra es también Awada [esposa de Macri] hablando de sus donaciones de retazos o Vidal [ex gobernadora de la provincia de Buenos Aires] diciendo que nadie que sale de la pobreza llega a la universidad, o Larreta [intendente de Buenos Aires] mandando viandas vencidas a los comedores escolares.

Son los mismos. No importa lo que digan, importa lo que son. Hace dos siglos que son los mismos. Los que por un lado creen que la felicidad popular es un “exceso” que debe extirparse de cuajo, y del otro los que, inscriptos en la vertiente social que abrieron Perón y Evita, creen que el Estado se debe a los débiles, y que el poder sólo es útil si sirve para hacerle de guardián al hermano.

Página 12 / La Haine

 

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