Prólogo al libro "Derechos humanos como arma de destrucción masiva"
Presentamos el prólogo conjunto de los autores del libro Derechos humanos como arma de destrucción masiva editado por Boltxe Liburuak. El libro estará disponible en las próximas semanas para su descarga de manera libre en nuestra página web https://www.bolte.eus en formato de libro electrónico (PDF, ePub y mobi para Kindle). También estará disponible a partir del 15 de octubre en versión papel a un precio de 8€ más gastos de envío. El libro se puede comprar escribiendo a nuestro correo electrónico boltxe@boltxe.eus y a través de nuestra página web.
________________
Prólogo de los autores al libro «Derechos humanos como arma de destrucción masiva»
El libro que presentamos –Derechos humanos como arma de destrucción masiva, Boltxe Liburuak, Bilbo 2015- nace por muchos motivos de tipo político, social, de oportunidad histórica y también, integrado en todos los anteriores por necesidades personales. Nuestras militancias en diversos campos de lucha contra las opresiones nos han hecho tomar conciencia de la perversa trampa que se esconde en la ideología burguesa de los derechos abstractos que ocultan el derecho concreto del capital a la explotación humana. También nuestra pertenencia a pueblos oprimidos como el andaluz y el vasco, nos ha facilitado descubrir la mentira de la famosa «constitución democrática» que embellece los barrotes de esta cárcel de pueblos que es la monarquía española y su Estado.
Qué duda cabe que el tema de los derechos humanos burgueses es de suma actualidad, de gran importancia en el momento histórico que vivimos. Lo que de forma abstracta y mezclando conceptos diferentes viene en llamarse derechos humanos. Acepción que tiene una clara intención de evocar aspectos muy positivos, deseables, humanísticos que debemos defender; pero que en su realidad lleva dentro de esas bonitas palabras puro veneno.
La dialéctica nos enseña que el pensamiento crítico, componente básico del método científico, puede llegar a lo real si bucea hasta sus raíces contradictorias: así descubrimos que debajo de admirables palabras como libertad, justicia y derecho se libra una lucha a muerte entre fuerzas antagónicas, entre el derecho/necesidad de la salud y la necesidad de la industria de la salud capitalista para engordar sus ingentes beneficios mercadeando la vida humana. Y quien habla del derecho/necesidad a la salud habla también del derecho/necesidad a la cultura, al trabajo libre como creación de bellos valores de uso, mientras que el oficial «derecho al trabajo» es en la práctica derecho al tripalium, a la tortura del trabajo explotado..
Además, hablar de derechos humanos tiene una íntima conexión con la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, difundida, orquestada y publicitada por los medios de comunicación escrita y visual de los Estados capitalistas que igualmente se comenzaron a llamar «democráticos» y del «mundo libre»; aunque la experiencia terrible, antes y después de esa fecha, son las matanzas y genocidios de lo que algunos autores han venido en llamar «terrorismo occidental». En toda su obra, pero sobre todo en el muy crudo y estético capítulo XXIV del libro I de El Capital, Marx desnuda el terrorismo implacable sobre el que descansa la libertad y el derecho de la burguesía. Para el imperialismo que busca expandirse mediante la acumulación por desposesión, además de otros métodos, para este Moloch contemporáneo, derecho y terror son las dos caras de la tasa de beneficio.
Porque a veces se olvida que en la realidad práctica son los derechos de la burguesía, como la libertad y la fraternidad, por los que se bañó en sangre al pueblo de París o de Puerto Príncipe en Haití. Por ello insistimos a lo largo del libro en llamarlos derechos abstractos, porque en los hechos concretos muestran todo lo contrario de lo que predican esas palabras: muerte y dolor, violencia extrema sobre muchos pueblos empobrecidos del mundo.
Porque se olvida que antes del derecho burgués existieron otros derechos precapitalistas. Que las mujeres aplastadas, los pueblos esclavizados y las clases oprimidas se pusieron una y mil veces en pie para defender sus derechos colectivos, sus bienes comunes expresados en los derechos consuetudinarios fervorosamente defendidos por un joven Marx de 24 años, y sus poderes comunales tan admirados por Engels. Volvemos a reivindicar la dialéctica: derecho contra derecho, y cuando chocan dos derechos irreconciliables, decide la fuerza: ¿derecho/necesidad al agua como bien vital común y valor de uso, o derecho a la industria transnacional burguesa del agua como mercancía y valor de cambio? No existe punto equidistante, neutro e intermedio.
Ahora que se celebran aniversarios de heroicas victorias, pero sumamente cruentas y costosas, contra el nazi-fascismo, simbolizado por la llegada del Ejército Rojo soviético a un Berlín nazi totalmente destrozado; o contra el imperialismo, cuando el pueblo vietnamita logra expulsar el terror que supuso la invasión del ejercito de los Estados Unidos. En estos y otros aniversarios de victorias populares, es más necesario que nunca analizar qué significaron y significan los derechos humanos burgueses para la población.
Fue entre estos dos grandes hitos sangrientos provocados por estas dos grandes potencias imperialistas, la nazi alemana y la de Estados Unidos, cuando se promulgan de forma pomposa la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, apoyados por los restantes Estados imperialistas de la época en pugna entre ellos. En el libro que presentamos se explica con detalle el contexto de terror abierto y soterrado, según los lugares, que precedió a dicha declaración. Fundamental para entender la violencia que se ejerció posteriormente en diferentes países del mundo, siendo una de las más visibles y sanguinarias la ya comentada invasión del ejército estadounidense del pueblo de Vietnam.
Fue en este contexto de debilidad del imperialismo «democrático» -Estados Unidos, Gran Bretaña, Estado francés, Holanda, Bélgica…, imperios bañados en sangre-, de desprestigio absoluto de las burguesías colaboracionistas con el nazifascismo y de suma legitimidad y fuerza del socialismo y de las luchas de liberación nacional por su decisiva participación en la derrota del monstruo negro con runas de plata, el que hizo que se reafirmara el inalienable derecho a la rebelión contra la injusticia y la opresión nada menos que en el «Preámbulo» de la Declaración Universal. Pero la unidad y lucha de contrarios es la fuerza de la vida y de la historia, y la firma por el imperialismo del derecho a la rebelión llevaba la trampa de qué definir como «derecho a la rebelión» ante los ataques imperialistas a los pueblos explotados que luchaban por su independencia socialista. J. Bricmont ha denunciado brillantemente esta trampa en su crítica del «imperialismo humanitario».
Sin embargo, la Declaración de 1948 refrenda el derecho de propiedad del capital, y aunque en algún articulado interno se insinúa la necesidad del control social del derecho de propiedad, lo cierto es que la propiedad burguesa es prácticamente reconocida como «derecho humano». Desde una perspectiva verdaderamente humanista, tuvieron razón los países socialistas al negarse a aceptar que el derecho de propiedad de las fuerzas productivas fuera un «derecho humano», porque en realidad solo es la violenta fuerza burguesa elevada al rango de «derecho inhumano».
De este modo, las contradicciones inherentes al modo de producción capitalista se reflejaron en la Declaración de 1948, y prácticamente desde el día posterior a su firma el imperialismo comenzó a desautorizar sus contenidos democrático-burgueses, casi anulándolos, excepto en la propaganda, mientras que únicamente aplicaba sus contenidos reaccionarios. Esta práctica fue intensificándose conforme se encrespaba la llamada «guerra fría» al impulsar e imponer a los pueblos trabajadores toda serie de dictaduras terroristas y regímenes militares proimperialistas.
Pero las izquierdas occidentales, por razones que no podemos exponer ahora, fueron absorbidas por la ideología burguesa de los derechos humanos vacíos, huecos. Olvidaron la creativa experiencia revolucionaria de los derechos socialistas, de aquella impresionante Declaración de los Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado, firmada en Moscú en 1918, y que ahora nos ilumina en medio del caos mundial; o la no menos impactante y actual Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos, firmada en Argel en 1976, por no hablar de las declaraciones de los derechos de la mujer que tuvieron que elaborarse posteriormente a la Declaración de 1948 por su debilidad sobre los derechos de la mujer en general, y específicamente sobre la mujer trabajadora y oprimida nacionalmente.
Los derechos profundos, colectivos y concretos del pueblo -de la mayoría de la población- chocan en la práctica, donde realmente se comprueba la veracidad y coherencia de la teoría, con los derechos abstractos, mentirosos y tramposos de la burguesía, de la minoría rica. Porque como todo en la vida, no hay teoría sin práctica, no hay promesas sin hechos, no hay sentimientos, afectos, sin compromisos, sacrificios y convivencia práctica. Y los derechos humanos burgueses nos demuestran continuamente, en el pasado y en el presente, que solo son bonitas palabras dichas superficialmente, pero llenas de egoísmo, hipocresía y falta de ética; que desprecia y provoca sufrimiento y destruye la vida de las personas.
Contrarrestar con pedagogía y organización la propaganda del sistema, para demostrar que la lucha por los derechos es la lucha por las necesidades humanas, aclarando su realización y constatación práctica. Porque sobran los motivos para luchar por los auténticos derechos de la población, a una alimentación de calidad, a un medio ambiente sano, al agua, la sanidad, la luz y a la vivienda. A un trabajo rico y creativo para mujeres y hombres, a la salud y felicidad, en suma, para todo el pueblo. No es ninguna utopía, o mejor dicho, es un atopía -y por tanto realizable y posible-, aunque difícil por los impedimentos de todo tipo que pone y pondrá la clase dominante a nivel mundial, pero merece la pena el intento.
Concepción Cruz Rojo
Iñaki Gil de San Vicente