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Nacionales E.Herria :: 20/05/2013

En un nuevo aniversario de la partida de Eva Forest…

Boltxe.Info
Pensamos que el mejor recuerdo y homenaje a Eva es recordar tres de sus escritos. Con ellos os dejamos

Estamos en estas fechas rememorando un nuevo aniversario de la partida de “nuestra” Eva Forest. Intelectual, comprometida, abertzale y comunista, la vida de Eva es un ejemplo que no se nos debe olvidar a nadie y que debemos esforzarnos en que sea conocida por las nuevas generaciones de militantes abertzales y revolucionari@s vasc@s.

Por esta misma razón pensamos que el mejor recuerdo y homenaje a Eva es recordar tres de sus escritos. Con ellos os dejamos, con Eva y con su ejemplo eterno.

Eva Gogoan Zaitugu!!

TEXTOS DE EVA FOREST

Sobre la tortura

El tema de la tortura es muy amplio y complejo, de ahí que a la hora de ocuparme de él en este breve espacio haya elegido dos aspectos que me parecen fundamentales para situar el problema, un problema altamente político. 1) La tortura observada desde la vertiente de quienes la practican y que es la que generalmente describen de un modo lineal los torturados cuando se les toma el testimonio. 2) La forma en que esa tortura incide en quienes la sufren.

1. La tortura observada desde la vertiente de quienes la practican y que es la que, generalmente, describen de un modo lineal los torturados cuando se les pide el testimonio

Por lo general, los testimonios que se recogen para la denuncia y que se entregan a organismos que se ocupan de derechos humanos, por detallados que sean, se limitan a contar lo que ocurrió desde el principio al fin, como un relato cronológico: vinieron a las tantas de la madrugada, entraron rompiendo la puerta, registraron durante tanto tiempo, me esposaron, me llevaron al coche, me amenazaban con la pistola, o me pegaban, etc. Cuando mencionan determinadas torturas se refieren casi siempre a las técnicas: me hicieron la bañera, la bolsa, me aplicaron los electrodos. Hablan de los forenses que les vieron, de cómo fue su encuentro con el juez, de lo que le dijeron. A veces son informes detalladísimos. Y, sin embargo, cuando se le pregunta en la intimidad a un torturado sobre el testimonio suele terminar confesando que no le satisface, que le parece muy pobre porque, de lo que en realidad allí le hicieron, y de lo mucho que pasó, no ha dicho apenas nada. «Yo digo: Me pusieron electrodos en los testículos, pero, ¿puede imaginarse alguien lo que eso significa? ¿El teatro y la locura que había a mi alrededor? ¿Lo que yo sentía? Esa realidad sólo puede entenderla quien ha pasado por ella».

Dado que se da esa curiosa paradoja de que un mismo testimonio puede parecer largo y exagerado para quien lo lea a distancia y corto y muy pobre para quien lo escribe desde la fuerza de la vivencia, me parece importante hacer esta aclaración ahora y dividir el escrito en dos partes: La que recoge lo que circula acerca del torturado y la que recoge lo que se calla. Una aporta datos objetivos que ayudan a conocer y penetrar la gran maquinaria represora. Otra aporta datos subjetivos que muestran los efectos destructores de la maquinaria. Ambas son vertientes de un mismo fenómeno: la tortura, que tiene a su vez otras muchas facetas imposibles de recoger aquí.

Para los lectores de los testimonios que habitualmente circulan es muy importante que sepan que son sólo esquemas, pequeños bocetos de un esqueleto al que le falta la carne, dan datos, enumeran las técnicas, recogen frases puntuales. No tratan de penetrar el fenómeno aunque sí aportan material para hacerlo un día. Conviene tener presente que son sólo toques de alarma, un aviso de que, lejos de allí, o muy cerca, en el cuartel de la esquina tal vez, están ocurriendo barbaridades indescriptibles en espacios aislados y preparados para ello, de cuya magnitud nunca tendremos noticia. Hay que tomarlos como un grito de socorro. Y deberíamos actuar en consecuencia si queremos mantenernos con vida.

En cuanto a los torturados que han dado su testimonio de esta manera y les parece muy pobre la descripción y hasta podrían tener en el futuro la tentación de abstenerse y callar, deben de saber que ese sencillo relato, tan insatisfactorio para ellos, es de vital importancia, no sólo para denunciar que hay tortura sino para estudiarla y analizarla en el contexto después y poder demostrar que existe, cosa jurídicamente muy difícil hasta la fecha.

Gracias a los extensos dossiers de todos estos años, descomponiendo las numerosas historias, comparándolas, reagrupándolas por temas, haciendo lecturas horizontales, procesando el comportamiento de los torturadores, por fechas, por épocas, cotejando lo que dicen en los distintos momentos, las bromas que gastan, las distintas técnicas que usan y cómo las explican; el comportamiento de numerosos forenses, la conducta de los jueces, sus comentarios cínicos, un sinfín de datos que parecen minucias y que, en su conjunto, arrojan luz para un estudio profundo que un día habrá que hacer, hemos ido ordenando, sacando conclusiones y aprendiendo mucho sobre el tema, hasta el punto de que ya hoy se puede elaborar una historia de la tortura en Euskal Herria y, a través de ella, analizar la historia en general de nuestro pueblo. Y, en base a esa dolorosa experiencia de una práctica sufrida día a día y que ha costado muchas vidas de compañeros –recuérdese que son varias las personas muertas por la tortura-, se pueden también afirmar algunas verdades sin temor a equivocarnos.

Podemos decir, por ejemplo, que, en lo esencial –salvando, naturalmente, una serie de matices secundarios- la tortura se sigue practicando como hace treinta años. Cuando uno relee con detenimiento los cientos y cientos de testimonios –por no decir miles, que podría parecer exageración- recogidos a lo largo de estos años tiene el convencimiento de que en el terreno de la tortura las cosas han cambiado muy poco. Como si el alma de la represión de los tiempos del franquismo se mantuviera intacta y fuera sólo el hilo conductor que la transmite el que se hubiera recubierto de una aparatosa camisa protectora que le permite circular como democrática. No se puede negar que, formalmente, se han producido muchos cambios, entre ellos la aparición de una estructura democrática, pero cuando uno se zambulle en la zona candente de la incomunicación (prevista y legislada ya en el Parlamento democrático), allí donde no hay testigos puede ocurrir todo sin que llegue a averiguarse nunca nada. Cuando uno recoge las voces de los que han pasado por aquel infierno –antes la incomunicación era de diez días, hoy son cinco-, sus relatos, sus huellas, la indefensión que les rodea y la impunidad de quienes agreden, puede afirmar que en este terreno de la tortura las cosas han cambiado muy poco. Se siguen practicando detenciones de madrugada, desvencijando puertas de casas y caseríos, paralizando de espanto a sus moradores. Se sigue sacando a la gente a empujones de sus camas. Se siguen pegando golpes con el puño, con la mano abierta y todo tipo de instrumentos que circunstancialmente están al alcance del torturador. Se sigue encapuchando con jerseys, antifaces, bolsas, calcetines, medias. Se siguen utilizando técnicas para producir asfixia: la bañera, la bolsa de plástico, las manos que oprimen el cuello. Se aplican electrodos más o menos sofisticados, a veces trozos de cable que guardan en viejas cajas cuya cerradura da calambre, otras un último modelo de alta tecnología que experimentan. Sigue siendo la misma mezcla carpetovetónica de siempre. Siguen valiéndose de las flexiones, de la privación del sueño, de las amenazas, de los gritos ensordecedores, de las mentiras para desorientar. Desde aquellos primeros días de la «transición» hasta anteayer, los métodos han cambiado muy poco. Han sufrido pequeñas modificaciones, desde luego, pero visto el panorama grosso modo, se podría decir que es de una gran monotonía, que los relatos, uno tras otro, son como largas letanías angustiosas, que se repiten y repiten. Sí se aprecia una tendencia a no dejar marcas, a evitar las huellas, a cuidar que los cuerpos estén convenientemente envueltos en colchonetas, en trozos de goma espuma. A emplear en mayor proporción la tortura psicológica. Pero, en líneas generales, sigue igual. Incluso cabría añadir que, con la llegada de la democracia y la votación de algunas leyes aprobadas en el Parlamento, la posibilidad de torturar se ha institucionalizado. Es el caso de la incomunicación.

Se puede decir, por ejemplo, que la tortura a la que nos referimos viene practicándose, sin casi interrupción, desde los últimos meses del año 1977, por no remontarnos a los tiempos del último franquismo. Que observados con detenimiento los testimonios ninguno de ellos se refiere a un caso aislado, en el que haya intervenido un loco, o un sádico que se desmanda y pudiera considerarse excepcional. De entonces a nuestros días, la tortura es una práctica controlada, que forma parte importantísima del plan de los distintos gobiernos para someter a los rebeldes. Es un arma que emplean de una manera precisa, científica, sistemática, donde y cuando mejor les conviene.

Se puede decir que, si bien los métodos han cambiado poco y se siguen empleando muchas de las técnicas que empleaban los torturadores de la dictadura, lo que sí ha cambiado es el aspecto informativo que se refiere a la denuncia. Quienes luchábamos ya en aquellos años contra esa lacra hemos aprendido que mientras que las denuncias que se hacen desde una dictadura son inmediatamente creídas, por principio, y muy coreadas e inmediatamente difundidas, las denuncias que se hacen desde una democracia son siempre, por principio también, silenciadas y cuestionadas. Cuestionadas por las gentes en general, que, por mucho que hayan visto imágenes de torturados iraquíes en Guantánamo bajo la democracia de los Estados Unidos, siguen adocenadas, aplicando el esquema que les han marcado de que estas cosas no son posibles en una democracia. Cuestionadas también, y sobre todo, por los gobiernos, la mayoría de los cuales han firmado tratados contra la tortura y la negarán siempre aunque la practiquen: «En democracia no se tortura», me dijo tajante un conocido ministro del interior francés, que antes de serlo daba credibilidad al hecho. Argumento ad hoc, que tantos «demócratas» emplean y que no admite réplica. En los últimos tiempos estamos observando con inquietud la aparición de signos que anuncian un incipiente asomo de tortura en Euskadi Norte. Son formas sutiles, soterradas aún, pero alarmantes.

La tortura es muy difícil de demostrar jurídicamente. Todo cuanto a ella se refiere ocurre en una cámara aislada en la que no hay testigos. Los torturadores y el torturado, frente a frente. La palabra del agredido contra los funcionarios que negarán siempre, que dirán que son consignas de partido, invenciones de los terroristas para desprestigiar. Si hay señales se las ha hecho él mismo para acusarles. Saben que gozan de impunidad. Eso explica su gran cinismo para negar la evidencia.

La incomunicación es la clave. Todos los horrores que se llevan a cabo con la tortura son posibles por esa incomunicación. Hay que luchar por que el detenido tenga unas garantías mínimas de abogado, de transparencia en su interrogatorio: nada de aislamiento, nada de incomunicación.

Nosotros podemos afirmar que se tortura, con más o menos violencia, de una manera continuada y en algunos momentos sistemáticamente.Que en muchos casos la finalidad de esta tortura es la de indagar y obtener datos pero, en su gran mayoría, se emplea para producir miedo, para amedrentar y paralizar el importante movimiento popular que existe en Euskal Herria. Y en ciertas ocasiones hemos encontrado también el empleo de la tortura como venganza.

En todos los casos el objetivo es quebrar al individuo, destruir su resistencia: hacer que claudique, que renuncie a sus principios, que se arrepienta, que acepte la doma y la sumisión.

Se ha discutido mucho sobre si es conveniente o no hablar de la tortura, difundir los testimonios, dar noticia de ella. Hay quien piensa que eso produce un efecto negativo sobre la sociedad. Nosotros pensamos, por el contrario, que saber siempre es mejor que ignorar. Saber abre camino. Enfrentarse con la verdad es no sólo bueno en sí sino que, además, ayuda a reforzar las defensas. La imaginación que se desata en esos momentos límites y da rienda suelta a sus galopes, vuela y elucubra mejor si lo hace sobre datos reales que si tiene que hacerlo sobre el vacío.

Podemos afirmar también, a través de cientos de testimonios, que los médicos forenses y los jueces tienen una gran responsabilidad en esa tortura. Ellos son el puente entre la incomunicación y el mundo. Ellos tienen la evidencia de lo que ocurre allí dentro y su silencio les convierte en grandes cómplices.

2. La forma en que esa tortura incide en quienes la sufren

Una tarde suave y lluviosa de primavera nos hemos reunido los cinco para hablar de la tortura. No nos conocíamos pero la presentación ha sido sencilla: hay una complicidad en la mirada, en la sonrisa, en la forma de coger el brazo para ayudar a pasar la puerta. Todo es suave, cálido, amoroso. Tenemos algo en común que nos une. Todos, antes o después, hemos estado allí, en el espacio de la incomunicación. No harán falta muchas palabras para entendernos. El reconocimiento es inmediato, como si nos conociéramos de toda la vida. Hay mucha emoción por mi parte. «Ellos también», me digo, pensando en otros muchos y los siento como unos hermanos más. «Si no has pasado por ahí, no puedes entender nada», me dijo hace años otro torturado. Es cierto. Nos sentamos alrededor de una mesa, sonreímos. Terminaremos riendo a carcajadas al recordar situaciones grotescas que se produjeron durante aquellos días. No es fácil de explicar. El infierno es eso, precisamente. Y la risa, a esos niveles, tiene el mismo valor que el llanto, o que la extrañeza, o que el miedo. Pero estamos tan habituados a las costumbres rutinarias que nuestra propia risa nos sorprende cuando estalla fuera de los cánones establecidos. ¿Cómo podéis reíros al hablar de la tortura?, me han dicho con cierta severidad personas muy serias, muy preocupadas, con aire compungido. Esa es precisamente la situación límite, la ruptura de las fronteras, el estallido de lo cotidiano. Además, la risa es una cosa muy seria.

Tenía una grabadora, que no voy a usar. Unos folios en los que no voy a escribir nada. Tengo junto a mí los testimonios lineales de cada uno de ellos, un fajo voluminoso de cuartillas que han servido para la denuncia a los medias, sé que todos ellos han sido terriblemente torturados, pero no lo sé por lo que estos testimonios describen, sino precisamente por lo que no dicen, por lo que se oculta detrás de cada «me pusieron la bolsa», «me desnudaron, me envolvieron en una colchoneta y me ataron a la silla para no dejar huellas», «me hicieron oír los gritos de mi compañera Anika a la que me decían estaban violando». Esa magnitud inconmensurable del gran cataclismo que cada uno ha vivido y llevará dentro tal vez toda la vida. «Lo de menos era la bañera y la asfixia que me estaban haciendo, me dijo Joseba hace años, sino aquella terrible desolación que sentí cuando, de pronto, se abrió la puerta y uno dijo que iba a empezar el partido; salieron corriendo y me dejaron abandonado en el suelo en aquella lamentable situación». En momentos así hasta puede desearse la compañía de quienes torturan. ¿A quién le cuento yo esto sin espantarlo?

Las situaciones límite conducen a vivencias muy extraordinarias. La tortura es una de las situaciones límites que puede vivir un ser humano. Rotas todas las protecciones, arrastrado a esos límites sin fronteras donde el tiempo y el espacio se confunden y uno, desorientado, se empeña en seguir y se agarra como puede al borde del abismo; el caso es no caer, desafiar el vértigo. Pero estás cayendo, como en los sueños, sólo que la triste realidad es que estás envuelto en un colchón, y atado a una silla, y con una bolsa en la cabeza que te asfixia y te están haciendo preguntas y tú perdiéndote en la desorientación, descifrando teoremas. No es fácil situarse porque no sabes si se está viviendo el fin del mundo o es el principio de una nueva dimensión. En momentos así se comprenden muchas cosas que habían permanecido herméticas: «Fue cuando, de pronto, comprendí el Guernica de Picasso -dice un testimonio de hace tiempo-, años y años, el cuadro aquel, en el comedor de mi casa, pálido, sin apenas llamar mi atención y, de golpe, en el fondo de la mazmorra, lo descubrí; como si se encendiera una luz comprendí su significado: había pasado algo terrible y un mundo había saltado por los aires hecho pedazos y al caer los trozos no acertaban a recomponerse y todo quedaba desencajado, lo mismo que el mundo en el que hasta entonces había vivido yo y que ya no sería jamás el mismo».

Han venido aquí porque quieren hablar, denunciar, dar sus identidades. Se llaman Susana, Birginia, Eneko, Sergio. Podrían llamarse de otra manera, son miles los que podrían venir aquí esa misma tarde a decir lo mismo. El criterio de selección ha sido el de que hubiera una persona por herrialde: dos hombres y dos mujeres. Faltan los de Iparralde por una razón mecánica. Quieren, además, poner ahí sus fotos, sus rostros llenos de dignidad, sus miradas agudas y penetrantes. ¿Quién osará negar que han sido torturados? No hay protagonismo alguno. Sus fotos podrían ser también las de otros muchos, ellos lo desean así, que se confundan, que se mezclen con otras caras de torturados, que se convierta en una gran galería de personas que acusan. Que los testimonios de todos se entrelacen también formando un denso y sólido tejido de resistencia.

Las experiencias son múltiples. Han llegado una madrugada armados hasta los dientes, como caídos de otro planeta, rompiendo puertas, ventanas, rejas, matando perros, disparando rayos luminosos, dando gritos, las caras pintadas, las capuchas puestas, las botas enormes, los pies sobre la cama, que te levantes, que te vistas, so guarra, que eres una asesina, que te vamos a castrar, que sois terroristas. Los niños lloran, los abuelos los recogen. Los padres, los hermanos, los hijos, todos arracimados, temblando de miedo, de frío, de rabia, de cólera, de impotencia Toda la vida aguantando, resistiendo, quieres protestar, te empujan: que te calles, que te estampo contra la pared, que va a ser peor. Han salido los vecinos, los amigos van llegando por la acera, dan gritos de apoyo.

«Eso de ver que no estás solo cuando te llevan al coche, da mucho ánimo». En eso coinciden todos, es un mínimo gesto de solidaridad que dará mucha fuerza luego, cuando te abandonen en la infinita soledad de la mazmorra. A veces, el desconcierto es tan grande, que Birginia, que había estado las dos horas que duró el registro desnuda, muerta de miedo y temblando, cuando tuvo que vestirse a punta de metralleta se preguntaba, en medio de aquella caótica situación: «¿Y ahora qué me pongo yo para ir con estos al interrogatorio?», como si fuera un día normal que tuviera que ir a una fiesta.

Por el camino te han insultado, te han puesto capuchas, te golpean la cabeza, que te agaches, que no te vean, que ahora vas a saber lo que somos, te matarán, te violarán. Te explican con detalle cómo será la tortura que te van a hacer: te desnudarán. Hay cámaras filmando lo que ocurre: te harán sufrir, tienen un negocio de cine pornográfico, tomarán imágenes de tus gestos, grabarán tus gritos, cómo te lamentas, cómo suplicas, cómo pides perdón. Te harán cachitos, los irán filmando, los hay que se masturban viendo el dedito de una mujer, que se corren viendo tus vísceras. Te harán picadillo después, te comerán los cerdos, o te harán desaparecer en un container, en un jardín, en el río. Te lo imaginas todo, les has seguido el relato, casi te lo crees. Te acuerdas de Zabala arrojado al río Bidasoa, piensas en los martirios, en las santas violadas, en San Sebastián atravesado de flechas. Están pasando muchas cosas a la vez, nunca habías pensado en algo así, tan crispante, tan horrible, tan sorprendente, de morirse de risa si no fuera tan trágico. Te estás meando: se burlarán. Es el fin, estás segura. Luego se va cumpliendo todo lo que han dicho: los golpes, los electrodos, queda la violación: son varios los que están esperando que les llegue el turno. Te han desnudado, llevan guantes de látex para no contaminarse: eres una apestada, una pieza de laboratorio, te usarán para experimentar. Que te violen cuanto antes, que terminen ya de una vez.

Te han atado a una silla envuelto en goma espuma, para no dejar huellas ¿qué es lo qué me van a hacer si ya parece que no se puede hacer nada más? Pero siempre se puede más cuando se trata del tormento. Estás en los límites, las amenazas las has pasado bien, pero el dolor físico de ahora tiene sus fronteras: horas y horas golpeado, asfixiado, te saltan encima, te están reventando, te extrañas de tus costillas de hierro, de no estar muerto ya. Te acuerdas de la Edad Media, de la tortura del fuego, de las tenazas, del tórculo. Aquello sería peor, o tal vez no. Parecido sí. Te acuerdas de tu infancia, de la primera comunión, de la hostia consagrada, del ángel custodio, de la estampita que regalabas, ¿te estarás volviendo loco? Si yo no hice la comunión, si fue el hijo del vecino. En momentos así ocurren cosas rarísimas. Iñaki, desesperado, cuando ya no podía resistir más, se metió la mano en un bolsillo del pantalón, sacó unas migas de pan y se las entregó al torturador: «Aquí están las pruebas de que estoy diciendo la verdad». Y afirmaba que estaba convencido de que aquellos mendrugos de pan eran unas pruebas irrefutables. Un joven de Pasaia se quedó pasmado, creyendo que había perdido la razón cuando entró un torturador en la celda, le mandó bajar los pantalones y se puso a mirarle el pene con unos prismáticos. «Vaya selva»-dijo.

Eneko insiste mucho en la mala conciencia que a uno le puede quedar cuando no ha resistido el dolor físico y ha hablado. En la medida en que la tortura es un arma científicamente manejada, ellos siempre podrán conseguir quebrar tu resistencia. Incluso sin tocarte, con una larga incomunicación pueden llegar a despersonalizar a un individuo. Y eso es bueno también saberlo, para enfrentarte luego a la mala conciencia. «Yo resistí mucho, tanto como pude. Pero al final dije algunas cosas. Entonces piensas que eres una especie de gusano que te has portado muy mal y te entra un gran sentimiento de culpabilidad. Contra eso hay que luchar. Hay que defenderse pensando. Yo reproducía la situación. Me decía a mí mismo: «Yo de normal no soy malo, no soy un chivato. Si he reaccionado así es porque la situación era anormal, me la han creado ellos…Yo, en una situación normal no soy así». «Para mí tenía mucha importancia el saber que cuando pasaran los cinco días volvería a ser yo mismo. Saber esto me salvó y me gustaría decírselo a otros porque les puede ayudar».

El calvario de la incomunicación dura cinco días y lo que allí ocurre te va llegando poco a poco y te extraña que haya ocurrido. Hay una foto que Susana recuerda como algo rarísimo. Le quitaron el antifaz y le dijeron que cerrara los ojos para no ver nada. Y que los abriera un instante, cuando le dijeran: Los abrió: zas, un fogonazo, no vio nada y encapuchada otra vez. ¡Qué extrañísima foto! Y todo esto ocurre mientras estás completamente desnuda y sintiendo cosas muy contradictorias: ese gran alivio cuando te dicen que te van a matar y estás convencida de ello: ¡por fin descansaré!. Y los múltiples pánicos: estás en territorio enemigo, si te dan agua estará envenenada, o tendrá droga o se habrán meado en ella. Y, al rato, esos momentos en que llegan tan tranquilos, como personas normales y te hablan de tú a tú, como si fueran de la cuadrilla y te comentan cosas de la vida, y que están muy cansados, que trabajan muchas horas, que necesitan desconectar y que se han ido al teatro y luego a comer una hamburguesa. Y tú les sigues la conversación, como si tal cosa, y llegas a pensar que son humanos, que tienen problemas laborales, que están explotados, llegas casi a comprender que te hayan torturado… ¿Cómo le cuento yo esto a la gente, que estuvimos hablando como si fuéramos amigos de toda la vida?

Hubiéramos podido seguir hablando horas y horas. Entre iniciados no es problema, más bien un alivio. Y la conversación fluye con naturalidad, no son necesarias explicaciones, todo se entiende, se comprende, se explica, se va superando. A diferencia de lo que ocurría en el capítulo anterior, que los testimonios se convertían en una larga retahíla muy repetitiva, aquí no hay dos testimonios iguales: cada cual ha vivido los límites con sus propias historias, su memoria acumulada, su imaginación creadora, sus fuerzas de resistencia, de miedo, de amor. La tortura, cuando se sale con vida de ella y se supera, puede convertirse en una experiencia liberadora.

Nos despedimos con la misma profunda simpatía con la que nos juntamos. Agur, compañeros entrañables, no me cabe duda de que volveremos a coincidir en alguna parte y muy pronto.

Eva Forest ( http://www.sastre-forest.com/)
Mayo 2005

Sería de reír si no fuera de llorar

Los iraquíes, que son unos sabios de la resistencia, cuando nos describían el comportamiento y las atrocidades que cometían las fuerzas de ocupación, los inspectores, por ejemplo, abriendo a patadas las puertas de los laboratorios, en busca de sustancias para la elaboración de armas de destrucción masiva, o cuando negaban la compra de lápices para las escuelas porque el grafito podía emplearse como «material de guerra», solían hacer el relato en un tono mezcla de ingenuo asombro que traslucía una fina ironía, para terminar siempre con una frase muy expresiva que tiene su equivalente en castellano: «Sería de reír, si no fuera de llorar». De reír, porque no deja de ser cómico-grotesco que se destruya la polvera de una funcionaria del laboratorio argumentando que «esos polvos rosados podrían ser para la fabricación de explosivos»… Y de llorar porque a continuación el que ha dicho esto puede pegarte un tiro.

Este aspecto entre surrealista, kafkiano, grotesco-esperpéntico de algunas situaciones es muy propio de las democracias formales actuales, en la medida en que hay un abismo entre lo que predican y lo que realmente hacen, abismo que tienen que estar equilibrando continuamente yendo de lo visible que muestran en el escaparate a lo que ocultan en la trastienda y no se debe mostrar. Con lo cual terminan cometiendo errores garrafales, que les muestran al descubierto.

Todo esto viene a cuento del macrojuicio que ahora se está celebrando en Madrid. Un juicio en el que están procesadas -en esta primera fase, porque hay otras- 59 personas que, sin beberlo ni comerlo, se han visto implicadas de la manera más irregular y extraña. Dicen los entendidos que durante la instrucción del sumario se han cometido todo tipo de anomalías jurídicas. Y que siguiendo un cauce normal, no podría con- ducir a ninguna parte. Pero aquí nada es normal, de no ser la anormalidad. Y la experiencia nos dice que lo determinante va a ser la política, y emplear este juicio como mejor convenga en cada momento. Esto tiene también un gran peligro: que todo este teatro conduzca a una aberración final y que la sentencia siente jurisprudencia y que quienes se sientan hoy en el banquillo tengan que cumplir años de cárcel. Cosa muy grave. Un episodio más de los muchos que venimos sufriendo en esta democracia. Un episodio grotesco y trágico a la vez: «Sería de reír si no fuera de llorar».

Pero, insisto, no el único. Para entender un poco lo que ocurre aquí habría que remontarse a los años setenta, cuando muere Franco, hace ahora justamente 30 años, y seguir paso a paso ese proceso que se ha llamado transición y poner los momentos ahí, para desmenuzarlos en una meticulosa disección que nos haría comprender, no sólo la estructura de esta democracia que padecemos, sino la estructura de muchas democracias formales que nada tienen que ver con la nueva sociedad a la que aspiramos algunos.

Pero eso escapa a los límites de un artículo y voy a tratar de resumir.

He dicho en más de una ocasión, y ahora me reafirmo en ello, que Euskal Herria era un gran laboratorio de la democracia europea en donde continuamente se estaban ensayando múltiples, diversos y novísimos métodos de represión, no sólo para destruir el gran movimiento popular del propio país sino para exportarlos a otras latitudes. No en vano los primeros asesores que fueron al Iraq ocupado por los soldados de los Estados Unidos eran expertos guardias civiles forjados en la escuela de Intxaurrondo. Es bien sabido, porque durante décadas lo hemos sufrido en nuestra propia carne, que esta compleja represión que se despliega, en apariencia para perseguir al terrorismo, tiene como objetivo eliminar cualquier atisbo de movimiento social, de carácter popular y progresista que pudiera significar una real alternativa a los planes de doma y sometimiento que el neoliberalismo necesita para conseguir sus objetivos.

Cuando el presidente de los Estados Unidos, después del 11 de setiembre, lanza su gran campaña contra el «terrorismo» y bajo este pretexto se lanza a perseguir a todos los musulmanes sospechosos de serlo, ya aquí, en Euskal Herria, hacía años que bajo el mismo pretexto estábamos sufriendo la persecución continua y sistemática de la izquierda abertzale: ese gran movimiento popular que abrió tantas esperanzas.

Muerto Franco tenía que cambiar el escaparate en concordancia con la transición. Lo que se ve y se muestra en él está puesto allí para la galería, para ser visto. Y realmente es espectacular. Nadie osará decir que no hubo cambios. La estructura es democrática y se ajusta a las exigencias formales y llama la atención la rapidez con la que esa transformación ocurre. Más de un observador foráneo se queda boquiabierto de la «madurez» de esos políticos. Pero dentro, en la trastienda, sin depuración alguna, no sólo siguen los mismos y sus herederos sino que, adaptados a la imagen que conviene, juegan el doble papel de salir al balcón para el paripé de presentarse como «nosotros los demócratas», para luego descender a las mazmorras y aplicar los electrodos en los testículos del detenido al que están interrogando. Este doble juego al que lleva la hipocresía, propio de muchas democracias formales, degrada el ambiente y a quienes conviven o malviven en él. Se degrada el lenguaje, se degrada la moral, se degradan los sentimientos, los pensamientos; la humanidad, en suma. Pero volvamos a Euskal Herria.

El hecho de que a la muerte de Franco un sector importante de la población vasca no hubiera aceptado la reforma y siguiera luchando en pro de una ruptura, necesaria e imprescindible para poder iniciar el deseado proceso democrático, sembró la inquietud en quienes deseaban que la transición fuera un paso dulce y sin problemas. Una inquietud que muy pronto, en la medida en que la izquierda abertzale iba creciendo en número y energías, fue despertando miedos mayores en aquellos que no deseaban y hasta temían que se produjeran cambios realmente profundos y revolucionarios.

La izquierda abertzale empezó a configurarse como un gran peligro para el sistema cuando en 1979 alcanza, por la vía pacífica -es importante destacarlo porque en su discurso falseador aparecerá siempre como violenta-, un número elevado de parlamentarios y se sitúa como la segunda fuerza del país. Y es a partir de esta gran sorpresa cuando desde los distintos gobiernos empieza la gran represión, en múltiples y diversas formas, científicamente planificada, para destruir al disidente. La tortura es el gran eje de esta represión, unas veces en forma directa en cuartelillos y comisarías durante la detención, otras de una manera más crónica en cárceles especiales que culminan, en 1987, en la política de dispersión.

La tortura es el gran eje de esta represión. Con ella no se trata tanto de indagar como de producir miedo en la población civil: amedrentar, retraer, disuadir… La tortura encaminada a frenar, a paralizar, a destruir cualquier intento de disidencia. La tortura hasta la muerte si la víctima no claudica. Pero no es sólo la tortura. También la manipulación informativa. Se miente descaradamente, se tergiversan los datos, se silencian otros, «los bulos y las mentiras conviene que sean creíbles», dice uno de los apartados del Plan Zen que trajo el PSOE en 1982.

Cuando uno se acerca a observar aspectos concretos de este proceso tan destructivo, descubre la gran inmoralidad desde la que se han llevado a cabo. Contra la izquierda abertzale, una vez criminalizada como violenta y terrorista, se justifica todo: se cierran periódicos, emisoras de radio, tabernas solidarias, centros culturales… Aparece el siniestro GAL, que asesina a 29 militantes. Y un sinfín de agresiones que van desde la vergonzosa ley especial que ilegaliza un partido hasta los desatinos del juez Garzón que, como un poseso, interviene obcecado con el propósito de acabar con ETA -a la que imagina artífice de un prodigioso tinglado con múltiples departamentos: el de Finanzas, el de Solidaridad, el de la Lengua…, con múltiples dependencias a su vez que se ramifican por el mundo- y que, a juzgar por la numerosa gente que procesa, domina todo el país y tiene conexiones ilimitadas más allá de sus fronteras. Cientos de personas son detenidas por formar parte del «entorno» de ETA. Decenas y decenas de otras por ser el «entorno» del entorno de ETA. Otras muchas por ser el entorno del entorno del entorno. Y así hasta llegar a una viejita que vende miel por las casas y que es sospechosa de contribuir con ello al aumento de caudales del departamento de logística encargado de comprar armas. Se diría que estamos en manos de un paranoico furibundo, formando parte de su delirio sistematizado y que está empeñado en demostrar. Pero no hay que caer en esa tentación. Sería caer en la trampa. No es un loco. Es un juez del sistema, con su personalidad muy adecuada al sistema. Y así hay que verlo.

No es nada fácil contar con detalle lo ocurrido en estos años y tampoco es fácil resumirlo en un artículo. Pero habrá que hacerlo algún día: Escribir la historia de cómo se lleva a cabo la destrucción de un proyecto -o de cómo se está intentando, porque la resistencia sigue-, y de en qué medida colaboraron todos los políticos a ello y de cómo hasta nosotros mismos estamos implicados por el hecho de consentirlo.

Pero llegados a este punto prefiero pensar en quienes heroicamente se resisten a la doma en medio de esta democracia podrida, en quienes todavía conservan sus ideales, sus sueños, sus ganas de luchar por ellos y no han perdido la sensibilidad, ni la capacidad crítica, ni la fe en que es posible un mundo mejor en este planeta. Pienso, naturalmente, en nuestros presos, y en quienes les apoyan, y me siento fuerte, muy fuerte y muy orgullosa de formar parte de esta izquierda abertzale que contra vientos y mareas camina con la cabeza muy alta mirando al futuro con esperanza.

Eva Forest (http://www.sastre-forest.com/)

22 de noviembre de 2005

¿Dónde se sitúan los intelectuales?

Texto para los ASKE-encuentros sobre el compromiso del intelectual

Aunque el tema es muy amplio y su complejidad requeriría una intervención más larga, voy a tratar de ser breve y atenerme a los veinte minutos que nos han pedido a los ponentes para así dar tiempo a las preguntas del público y al debate que, para mí, es lo más importante.

No entraré en considerar lo qué se entiende por intelectual, ni en valorar su trabajo científico o artístico con relación a sus repercusiones políticas, ni en otros muchos aspectos, algunos de los cuales ya han sido expuestos anteriormente por otros compañeros. Me limitaré sólo a señalar un punto que sí considero clave cuando de intelectuales se trata y que viene precisamente muy a cuento a la hora de hablar del compromiso: Es la importancia de que los intelectuales y los artistas tengan conciencia de su situación social en el mundo que habitan y de la responsabilidad que ello conlleva.

Esto que dicho así parece elemental y hasta una perogrullada tratándose de personas cuyo oficio consiste en gran parte en pensar, en imaginar, en crear y recrear el mundo, no parece estar muy claro para la mayoría a la hora de llevarlo a la práctica. Me explicaré.

Están ocurriendo cosas gravísimas en el mundo. En Afganistán, en Iraq, en el continente africano, en América Latina, a nuestro alrededor. Cientos de emigrante mueren todos los días cerca de aquí en su intento de escapar al hambre y llegar a Europa; vemos a diario las imágenes en la pantallita: sus cadáveres amontonados como basura, las miradas acusadoras de los que sobreviven, los niños indefensos de regreso a sus países donde morirán de enfermedades curables y de abandono. Vemos los prisioneros de Guantánamo enjaulados como alimañas, mientras comentamos el horror comiendo patatas fritas con amigos que también se lamentan mirando la TV. Sabemos que en Moscú, para desalojar un teatro se acaba de gasear a sus ocupantes porque se sospecha que entre ellos hay “terroristas” y eso justifica matarlos como sea. Sabemos que la tortura va en aumento: se tortura en los campos de concentración de Iraq, en los cuarteles de la Guardia Civil en Madrid, en Euskal Herria. Sabemos que cientos de presos malviven en una crónica agonía en las cárceles de la dispersión de España. Palestina es un infierno de atrocidades que nos llena de vergüenza. Estamos rodeados de agresión y barbarie, de acontecimientos provocados por la codicia de quienes acaparan sin escrúpulos las riquezas. El imperialismo crece cada vez más y ya parece dominar el mundo, y desde su prepotencia se permite con descaro llevar a cabo genocidios sin tan siquiera ocultarlos. Ayer fue Afganistán, ahora es Iraq, puede que luego le siga Cuba.

Está ocurriendo todo esto bajo nuestra mirada de espanto, nuestra incomprensible pasividad. Nos obligan a ser testigos de crímenes atroces. Testigos que miran y callan o que protestan poco: testigos que con su silencio y su pasividad se convierten en cómplices. Una complicidad que quiénes vivimos en Occidente, en estas terribles democracias representativas de los países que llaman desarrollados, arrastramos como un pesado lastre a sabiendas de que es una insidiosa y crónica enfermedad que nos afecta en gran manera. Tratamos de resistirnos, de escapar, de hacer frente a la terrible amenaza. Buscamos compañeros solidarios, hermanos que sientan lo mismo, que necesiten también armarse para resistir, que nos den calor: formar grupo, hacer una piña. Palpar que no estamos solos, que hay otros mucho que resisten: buscamos voces que denuncien, que den ánimo, gritos de rebeldía, de insumisión, de insurgencia: movilizar la humanidad sensible antes de que la exterminen: que nuestro pequeño y débil grito se prolongue, encuentre múltiples ecos, se propague a lo largo y ancho de la tierra, que sacuda y despierte a los dormidos, a los anestesiados.

¿Qué es lo que hace que en medio de este panorama tan desolador, nada exagerado aunque lo parezca, nos preguntemos hoy aquí sobre el papel que juegan los intelectuales y los artistas en esta sociedad?

Ellos están sometidos a las mismas presiones que los demás, en mayor o menor escala participan también de los sentimientos descritos. No son ni más sensibles, ni más inteligentes, ni más fuertes, ni mejor dotados. Ni menos vulnerables a la corrupción, ni más honestos tampoco.

Y sin embargo, pensamos que pueden desempeñar algún papel en esta sociedad, colaborar a la hora de cambiarla, intervenir de alguna manera en la medida en que su proyección pública les da una dimensión que la gran mayoría no tiene. En definitiva, por una serie de razones nos parece que gozan -como dice Chomsky- de una situación social privilegiada en relación a otros.

Este privilegio, que es relativo y depende de muchos factores y es mayor o menor según el grado de notoriedad alcanzado -con frecuencia ninguna, también es verdad-, forma parte del oficio y la mayoría de las veces no se puede eludir, como en el caso de aquellos a los que acompaña la fama. Tal pintor, tal cantante, tal premio Nobel, tal científico, tal cineasta, son personalidades en ocasiones míticas cuya opinión tiene una gran influencia en los medios sociales. Lo que ellos digan o lo que ellos hagan, de alguna manera va a repercutir en quienes los oigan, o los lean. Desde su tribuna pueden llamar la atención, alertar de un peligro, hacer pública la injusticia. Señalar con el dedo al responsable, decir yo acuso.

Esto lo podemos matizar después, en el coloquio, pero es un hecho que la información les es más asequible, que tienen mayores posibilidades de difundirla, que disponen de plataformas y recursos: están en la radio, en la televisión, son entrevistados, publican artículos, libros, dan conferencias.

Ni el campesino, ni la señora de la limpieza, ni el funcionario de la administración, ni el tendero de la esquina, por muy preocupados que estén por los problemas, tienen la posibilidad de informarse en fuentes no manipuladas, ni de difundir esa información, ni de ser portavoces de nada.

Esta situación, más o menos privilegiada, pero privilegiada al fin, que convierte al intelectual en una personalidad pública y respetada, lleva consigo una carga de responsabilidad que forma parte del oficio elegido: lo sepa o no, lo quiera o no, lo que el intelectual o el artista haga o deje de hacer, tiene siempre una repercusión social de la que, por pequeña que sea, él es responsable.

Tomar conciencia de esta responsabilidad social que conlleva la profesión elegida, es un mínimo gran paso que debería de dar todo intelectual que se precie de serlo, porque en ese conocimiento radica gran parte de su comportamiento futuro. Un paso que le pone en la estimulante situación de pensar en sí y en su entorno, de reflexionar en el puesto que en este entorno ocupa y que, llegado el momento, le capacitará para medir sus actos y asumir sus responsabilidades, o eludirlas. Un paso decisivo que le coloca plenamente en el umbral de su oficio tan lleno de escollos y dificultades que no han hecho sino empezar.

Este conocimiento de su situación en tanto que intelectual, a la vez que le da noticia de las responsabilidades que conlleva, le crea múltiples dudas que le obligan a tomar decisiones que le comprometen, que le atan y le liberan al mismo tiempo, que son como pequeñas ventanas de luz que el indagar va abriendo. Es un proceso complejo donde se avanza pasito a pasito sin que parezca y se va fraguando una conciencia más profunda De ahí la gran importancia para un intelectual de convertir en observatorio su punto de partida, de arrancar desde la torre más alta mirando no sólo alrededor sino a lejanísimos horizontes que otros no alcanzan a ver Estoy hablando de una responsabilidad ética elemental, como la que en mayor o menor grado acompaña a otras profesiones, la de los médicos, la de los abogados, la de los ingenieros. También los intelectuales tienen la suya como tales, una responsabilidad que les compromete con lo social y les abre a una dimensión política que les humaniza.

Dimensión política en el sentido más amplio, común a todos los humanos por el hecho de serlo. Nada extraordinario, pero sí muy importante. Ahora, por lo menos, una vez situado, el intelectual ya sabe en dónde está; o en dónde no está y debería estar; o en donde no quiere estar, porque considera que nada le obliga a ello.

Desde esta toma de conciencia previa, imprescindible y propia de su ocupación, que es pensar, los contornos un tanto imprecisos que envuelven el concepto de responsabilidad del intelectual se aclaran y el horizonte se despeja. Sea cual sea su elección -la de asumir su responsabilidad, o la de no responsabilizarse y ser un irresponsable a conciencia-, cualquiera que sea, digo, su decisión es siempre preferible a la que se toma desde la ignorancia, porque ha sido asumida con conocimiento de causa y tras sí no deja ambigüedad alguna que desoriente -esa ambigüedad en la que tantos intelectuales navegan perdidos, y tantos otros a sus anchas por lo mucho que les conviene, y que es el caldo de cultivo de la confusión reinante, del oportunismo y de la manipulación. Esa ambigüedad que por sí sola merecería un capítulo aparte.

No estoy hablando del ámbito político, quiero insistir en ello, aunque puede que pronto tenga repercusiones políticas lo que en él ocurre. Estamos aún en esta zona en la que la persona sensible se mueve por reflejos morales de justicia, de amor, de solidaridad y se pregunta, desde la inocencia, los porqués de lo que va descubriendo, y se asombra, extrañado, de cómo es posible que estando tan cerca no lo hubiera visto antes. No parecía posible que las cosas fueran así, que la realidad aparente encubriera tanta verdad ignorada. Tanta injusticia, tanta mentira, tanta deshumanización.

En momentos tan graves como los que enumeraba al principio, en los que están ocurriendo aberraciones monstruosas y horribles, provocadas por los estados imperialistas, parece que lo mínimo que debería de hacer un intelectual honesto es dejar oír su voz de protesta y de denuncia.

Basta con sólo mirar alrededor y asumir dignamente la responsabilidad que le concierne. Utilizar las numerosas ocasiones que su situación le brinda, valerse de sus propios recursos como intelectual. Porque él tiene los medios y la capacidad creadora propia de su oficio para intervenir. Él trabaja con la imaginación; trabaja con el intelecto. Sus posibilidades son infinitas para llamar la atención, para mostrar la entraña oculta de los problemas, para enriquecer el discurso e impedir que el bello deseo de que otro mundo es posible se quede petrificado en consigna.

«No he de callar por mas que con el dedo, ya tocando la frente, ya la boca, silencio avises o amenaces miedo», decía el gran Quevedo. Y lo decía bellamente en un soneto utilizando esa situación privilegiada.

Entre nosotros tenemos un ejemplo reciente que ilustra lo que quiero decir: el caso del Director del diario Egunkaria, Martxelo Otamendi.

A Martxelo Otamendi le detienen bajo acusaciones terribles asociadas al terrorismo. Le torturan y al poco tiempo es puesto en libertad. Y Martxelo denuncia ante el juez primero, ante la prensa después y siempre que puede, en sus conferencias y entrevistas, la tortura a la que ha sido sometido. Cuenta el relato suyo con todo tipo de detalles. Ha sufrido vejaciones terribles, insultos, humillaciones, le han obligado a desnudarse, a permanecer de pie horas y horas, se han burlado de él, le han aplicado corrientes eléctricas, la bolsa de plástico que produce asfixia, golpes, amenazas. Lo que a él le han hecho se lo están haciendo a diario a todos los que detienen. Pero esa mayoría anónima no tiene voz, no tiene credibilidad, se la ignora. En este caso Martxelo ha hablado por todos ellos. Se ha servido de su situación privilegiada de director de un periódico para contar la verdad. Y esa verdad se ha difundido, se ha oído, se ha abierto camino por entre el muro de mentiras y está circulando.

Cuando el intelectual, consciente de su privilegiada situación, actúa con coherencia y se enfrenta al poder pasa a ser un sospechoso que corre riesgos muy grandes. A Martxelo le han procesado otra vez por denunciar torturas y ha recibido amenazas de muerte si sigue reafirmándose en la denuncia.

Visto fríamente y a distancia, su denuncia fue un acto cívico normal -¿qué menos puede hacer un ciudadano agredido de esta manera por la policía de un país que se dice demócrata?-, acto cívico que, sin embargo, se convirtió en un gesto heroico, dadas las condiciones de represión que estamos viviendo en el País Vasco, y ha tenido una gran repercusión política.

Es así como se complejizan las situaciones. Gestos de dignidad como éste son los que en ocasiones conducen al que los practica a posteriores pasos políticos de gran trascendencia. Uno no se había propuesto ser político, pero un día descubre que el ser humano consciente no puede eludir esa condición. Pensar y ser coherente con lo que se piensa tiene sus riesgos. Es un camino difícil, es verdad, toda una larga aventura que puede condicionar una vida y que a muchos les da miedo y la abandonan. Pero para otros merece la pena frente al adocenamiento, la anestesia y la muerte que nos preparan si no reaccionamos a tiempo.

Es así como a veces desde un sencillo comportamiento coherente con la sensibilidad y la dignidad llega uno a tomar conciencia política profunda. Es así como Howard Zinn, que fue bombardero en la segunda guerra mundial y creía honestamente que venía a Europa a luchar por la democracia, tomó conciencia de la mentira y la aberración en la que le habían implicado y llegó a ser el magnífico historiador de “La otra histora de los EE.UU.” y la gran persona de admirables dimensiones humanas y políticas. Es así como el Che dejó de ser médico y se transformó en ejemplar revolucionario. Son elecciones muy respetables todas. Nadie nace enseñado y el intelectual y el artista tampoco, pero si toma conciencia de su situación privilegiada y decide actuar en consecuencia puede convertirse en una fuerza creadora que abre e ilumina caminos.

Este aspecto tan elemental no parece merecer demasiada atención para quienes deberían prestársela. En las democracias formales, o representativas, para limitarme a lo que tengo cerca y es mi entorno, los intelectuales, salvo rarísimas y heroicas excepciones, cierran los ojos y se arriman al poder. A veces de una manera muy visible y hasta ostentosa. Otras, la mayoría, de una manera más o menos soterrada, consintiendo desde la penumbra, al amparo siempre de la confusión.

En una democracia como la que padecemos en España, a diferencia de lo que ocurría anteriormente con la dictadura, estar con el poder no exige ningún esfuerzo de ocultamiento, al contrario: ni está mal visto, ni da ninguna vergüenza y hasta es un status muy deseado. Es también cómodo, con no ver lo que no debe ser visto, con no hurgar en lo que no debe ser aireado. Con ocuparse de lo suyo propio, sin más, el intelectual de la democracia goza de grandes libertades de expresión. En nuestra «democracia» puede tratarse libremente cualquier problema, siempre y cuando no se aborden los cuatro o cinco temas considerados tabúes. De hacerlo hay que cuidar mucho el tratamiento, para lo que hay un acuerdo tácito del que nunca se habla. Ya se sabe que la violencia sólo la practican los «terroristas», que la tortura es una lacra de otros países, de otras latitudes menos civilizadas, que nada tiene que ver con el exquisito tratamiento que la policía o la guardia civil da a los detenidos. En cuanto a lo vasco, es éste un problema ancestral, de fanáticos separatistas que no tiene razón en plena modernidad del siglo XXI. Cuba, por su parte es siempre una dictadura que se va a caer de un día para otro desde hace cuarenta años.

Pequeñas complicidades sin importancia que le reportarán al que las acepta compensaciones en múltiples formas. Al poder le conviene tener intelectuales de este tipo, gentes dóciles que acatan y se amoldan, que están ahí arropando en silencio, que ni hacen ruido, ni molestan, que en ocasiones, cuando el revuelo de algún acontecimiento lo requiere, incluso aparentan criticar severamente el sistema para así reforzarlo. Gentes que cuando se asoman en público repiten sin pudor alguno «nosotros los demócratas» y se quedan tan campantes. El poder los mima, los gratifica, los premia.

Pero de la misma manera que premia a unos, castiga a los disidentes, como acabamos de ver con Otamendi. Aquella situación privilegiada, de la noche a la mañana, se convierte en peligrosa.

Cuestionar la «democracia», en una democracia formal, es una falta muy grave, mucho más de lo que parece, porque quienes gobiernan parte siempre de un principio, elevado a categoría absoluta que corta toda discusión, según el cual en una democracia «nunca ocurren estas cosas tan terribles»: no se tortura, no se violan los derechos humanos, es falso que no haya libertad de expresión. Son calumnias inventadas por los terroristas. De ocurrir y demostrarse, son excepciones, actos aislados de algún loco que se desmanda y que no hacen sino confirmar la regla de lo afirmado. Desde esta óptica, el que haciendo caso omiso de las sutiles advertencias, insiste en la denuncia, pasa a ser un enemigo. Un enemigo que, inmediatamente, relacionarán con los terroristas, o con el entorno de los terroristas, o con el entorno del entorno de los terroristas. Si se trata de un intelectual conocido, lo frecuente es que se inicie una campaña de desprestigio que puede acabar marginándolo o considerándolo como un loco.

Cuando el intelectual o el artista se rebela abiertamente contra el poder, entonces llega el acoso, la persecución y en ocasiones la muerte. En esta sala se dijo los primeros días que alguien sentía vergüenza de ser intelectual cuando se comparaba a los trabajadores. No estoy de acuerdo. Se puede sentir vergüenza de tal o cual comportamiento que uno ha tenido, de tal o cual inhibición, etc. Pero el intelectual y el artista que toma conciencia de su responsabilidad y se implica en una lucha y es coherente con sus principios, no se diferencia en nada del sindicalista coherente, del campesino coherente, del administrativo coherente. Todos están implicados en un mismo proceso y para el poder todos son enemigos a eliminar.

Todo esto que acabo de decir, tan sencillo, parece obvio. Pero muchos no lo saben. O no lo quieren saber. O no les conviene para nada que se diga.

Por eso lo digo yo hoy aquí y lo seguiré repitiendo aunque parezca una ingenuidad.

Eva Forest (http://www.sastre-forest.com/)

4 de febrero de 2005

 

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